En algún momento apareció en su vida.
Fue de lo más inesperado -o quizás había un motivo todavía desconocido.
Y así, poco a poco, en su firmamento fue eliminándose una nueva estrella.
Aquel brillo que irradiaba era especial y su luz eclipsaba otras luces de estrellas cercanas. Llegó a hacerlo de tal manera que las otras estrellas comenzaron a menguar.
Ella deseaba con ansia que llegara la noche, abrir su ventana y contemplar el brillo de su estrella.
Era entonces cuando la brisa transportaba las palabras –convertidas en canción- venidas de algún lugar.
Y -en forma de canción- ella también enviaba sus palabras nacidas del corazón.
La brisa marina era la encargada de transportar la suave melodía.
Algunos días, las nubes –celosas de este ritual en el que no tenían cabida- enturbiaban la escena ocultando la estrella y mandando fuertes vientos que impedían a la brisa continuar su camino de palabras y canciones.
Pero la brisa, las palabras del corazón y el brillo de la estrella eran más fuertes.
Cierto día ella abrió la ventana y las palabras comenzaron a manar de su corazón.
La estrella no estaba. La brisa tampoco. Pero el brillo y la musicalidad las podía sentir en cada terminación nerviosa.
Subió al tejado, se sentó en la parte más alta y alzó la vista.
La veleta no se movía y así, inmóvil, parecía querer hablar. Miró la dirección de la veleta: señalaba al SW.
Y en esa dirección, a lo lejos, entre los campos de girasoles, se podía ver otra casa.
En su tejado estaba él, mirando al cielo, al lado de una veleta que señalaba NS.
La estrella apareció y la brisa comenzó a cantar.