lunes, 2 de septiembre de 2013

La vieja y el mar.


La brisa del mar hacía danzar su cabello, ya muy aclarado por las canas,  que aún solía llevar suelto. 

Como venía haciendo casi todos los días que su estado físico le permitía, Any era la primera de la casa en cenar, luego se iba su cuarto, se preparaba coqueta y cuidadosamente y se dirigía nerviosa a una roca que hay en el medio de la playa. Allí se sentaba y dejaba pasar los minutos, a veces, las horas mirando hacia donde el mar quiere terminar como si después de él no hubiera nada más; hacia el infinito. 

Algunos días los nietos de Any también bajaban a la playa a jugar y saludaban a su abuela sin molestarla. Habían aprendido a respetar ese momento de soledad que su abuela convirtió en rutina y del que parecía disfrutar más que de ningún otro del día.

Y ciertamente así era y así lo necesitaba Any. Ese infinito era el suyo, aquel en que se estancó hace años, tantos ya... La vieja pensaba y repasaba aquellos años en que fue verdaderamente feliz, en los que sus ojos brillaban y sus sueños llenaban todo su espíritu. Millones de momentos y siempre los mismos. Con cada una de sus ensoñaciones una sonrisa asomaba en sus labios. Se sentía feliz como lo fue antaño; mientras sus sentimientos afloraban como lo hicieron 30 años atrás, la circulación se le aceleraba y sus mejillas se sonrojaban y hasta podía escuchar el susurro de la brisa marina llamándola: 

-Any, mi dulce Any. 

Y así volvía a un estado vivido, su preferido, en que la pasión fue un pilar en su vida y el motor de su existencia. 

Y así era feliz porque, como repetía a sus nietos, la felicidad se mide por momentos y ella se los exigía cada día, en ese pequeño rincón del mundo ajeno a todo y a todos.

Al sconderse el sol, y sintiendo esa frialdad -provocada por la noche, o por la soledad, en sus viejos huesos, Any decidía volver a la realidad, se levantaba de la pesada roca que le hacía de asiento, alzaba la vista al cielo y repetía en silencio aquella promesa que una vez se hizo y que resultó ser más pesada que la roca que la acogía cada día. Entonces daba la vuelta, deshacía los pasos andados y la expresión de su rostro volvía a entristecerse, sus labios se crispaban, sus cejas ya no hablaban y el corazón volvía arrugarse como lo hizo aquel verano en el que la roca comenzó a ser su refugio. 

Sólo ella sabía lo que escondía aquel océano que se hizo infinito y en que cada día buscaba ese sueño que una vez compartió. Sólo ella sabía lo feliz que fue y lo mucho que amó.

Ahora la roca y el mar son testigos mudos de su desdicha, de la vieja desdicha que se convirtó en una pesada carga desde aquel momento en que no se dejó llevar por su corazón.



Al otro lado del océano hay un viejo desdichado que cada día acude al malecón. Abre su mochila, saca una vieja caña sin anzuelo y allí se sienta a pescar. El viejo sueña con pescar un precioso tesoro que dejó escapar 30 años atrás.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bonito pero tb muy nostálgico.
Besos. Meli

Anónimo dijo...

¡Cuanto tiempo sin LA PALABRA MÁGICA !

¿Qué tal te va? No nos vemos nada. El relato muy bueno y la foto preciosa, me la he guardado.
¿Qué tal los mozos? Ya han dejado de ser peques
Un beso grande.